Decidí unir mi destino a Fidel
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El siguiente testimonio corresponde a una entrevista que realizara la autora del artículo al comandante Dermidio Escalona Alonso, combatiente del Ejército Rebelde, ya fallecido.1 Dermidio Escalona es una persona totalmente desenfadada, al extremo de no tener a menos echar una palabrota en el transcurso de la conversación, si con ella enfatiza una historia, pero su empleo no resulta desagradable, quizás sea porque este hombre posee una cultura amplísima, es asombrosa la fluidez con que saca a colación parrafadas enteras aprendidas de memoria, o la cantidad de títulos y autores leídos. Sin embargo, lo más sugestivo en él es esa franqueza cruda, imposible de enmendar a la altura de los sesenta y dos años.
Siempre he sido así por mis venas corre sangre mambisa y mi padre combatió a Machado. Te darás cuenta que provengo de un hogar rebelde y aprendí a llamar al pan, pan y al vino, vino. A los trece años salí de casa para abrirme camino, trabajé en Guajabales, un pueblito cerca de Holguín donde alternaba una plaza de obrero agrícola con otra de lechero, laboraba como una bestia por $ 4.00 al mes. A los dieciocho me fui para Obras Públicas, allí mejoré la economía, llegué a ganar $ 4.32 al día e incluso tuve bajo mi mando una cuadrilla, esta fue la primera experiencia en el manejo de hombres. También leía mucho, por eso digo que, entre la vida y Ante los Bárbaros, un libro de Vargas Vila tremendamente antimperialista, contribuyeron a hacerme un furibundo enemigo de los yanquis. Pertenecí a la Juventud Ortodoxa y en cuanto Fidel asaltó el cuartel Moncada decidí unir mi destino a sus ideas, al punto que, cuando desembarcó por Oriente solicité la baja laboral para conspirar más abiertamente, y en mayo de 1957 partí hacia la Sierra Maestra.
Dale p’ allá a ver qué pasa
Durante el primer año de la guerra siempre estuve en la Columna 1, participé en todos los combates a partir de mi incorporación, aunque los últimos seis meses que permanecí en las lomas pasé la mayor parte en la comandancia general, pagando las consecuencias de una bronca que tuve con Víctor Mora, quien después traicionó. Él y yo discutimos, acaloradamente y le pegué con el fusil en la cabeza, todavía por la noche estábamos peleando. Fidel pasó por aquel lugar y oyó la gritería, cuando supo lo ocurrido ordenó a Efigenio que me prendiera. «Dale p’allá a ver qué pasa» —me dijo Ameijeiras— y salimos rumbo a la comandancia. Allí hice de mensajero, pero al cabo de quince días escuché a Fidel hablar sobre la necesidad de encontrar a alguien que supiera de reses. Me ofrecí, sabía enlazar bastante bien. Fidel prometió tenerme en cuenta y enseguida recibí la responsabilidad de subir el ganado a las montañas. Aproveché el chance para «limpiarme», cogí a un chivato preso e irrumpí en una tienda, así alcancé el honor de permanecer «limpio» en la comandancia y lo más importante, gané la posibilidad de volver a mandar hombres.
Estar ese tiempo junto a Fidel me aportó hasta cierto punto una nueva cultura política, todos los días escuchábamos los comentarios de Pardo Llada y Conté Agüero, dos periodistas de aquella época bastante oportunistas; con las observaciones que le hacía el jefe de la Revolución aprendimos mucho, sobre todo a analizar los hechos con óptica profunda, eso nos hizo ganar en «luz larga».
En mayo de 1958 tenía bajo mi mando a un grupo acantonado en una zona avanzada de la Sierra. Estaba próxima la ofensiva de verano y el Che fue a inspeccionarme. Andábamos en eso cuando llegó una orden de la comandancia, disponían que me cortara el pelo y afeitara; debía partir urgente para La Habana. Yo creía que era otro castigo por haberme apoderado días antes de un cargamento de municiones, un arriero las transportaba cerca de mi campamento y ellas me hacían falta para reforzar las posiciones. Honestamente, pensé que Fidel me las mandaba y por poco vuelvo a caer preso. Pero no, el traslado obedecía a mi designación como segundo de Delio Gómez Ochoa, a él acababan de nombrarlo jefe del Movimiento 26 de Julio desde Pinar del Río hasta Camagüey.
¿Qué c... hacer?
Dermidio no deja de fumar ni un instante, casi afirmo que enciende un cigarro tras otro y son varias las tazas de café bebidas en corto plazo. Por suerte, las aspas de un gigantesco ventilador se encargan de disipar el humo de la oficina casera. En un breve in pace visitamos el jardín para apreciar sus plantas favoritas, luego regresamos a los sillones, él sube los pies cómodamente sobre un banquillo y el chispazo de la fosforera anuncia que un nuevo cigarro va a convertirse en cenizas. A ritmo de bocanada me cuenta:
En la capital decidieron enviarme a Pinar del Río con la misión de abrir un frente guerrillero, mientras más lugares tuviéramos con gente del 26, tanto mejor para el Ejército Rebelde. Anteriormente hubo intentos, pero todos fracasaron. Entonces me ascendieron a comandante.
Con el anuncio de la apertura del frente quedé muy preocupado. A mi modo de ver, la vida del soldado es mucho más fácil, por lo menos eres dueño de tu esqueleto, pero a medida que asciendes y adquieres responsabilidades mayores, te conviertes en dueño del esqueleto de los demás, y resulta difícil adaptarse a la idea de mandar a otros, sabiendo incluso que pueden morir.
Yo no conocía a nadie en Pinar del Río, ni siquiera a los miembros del movimiento. Llegué en guagua, no tenía ni un quilo para alquilar una máquina. Esteban Ventura me pisaba los talones, desde que bajé de la Sierra circulaba una orden de arresto contra mí y por supuesto, estaban descritas mis señas y generales. Hice contacto con César Álvarez, Francisco González y Pedro García, todos del 26, ellos eran los encargados de ayudarme en la empresa. Esto no necesita mucha discusión —les dije— con quince o veinte hombres armados es suficiente, yo pongo lo demás. A Pancho González lo mandé a Miami en busca de un poco de armas.
Ya por aquellas lomas había algunos alzados, estaban dirigidos por Rogelio Payret y eran ocho o diez hombres que, por estar muy perseguidos en el llano, tuvieron que subir para las lomas. Me reuní con ellos y les di instrucciones de lo que debían hacer. Ellos acataron mi autoridad sin ningún tipo de discusión. Al fin y al cabo la misión de abrir un frente guerrillero era mía.
Salí para La Jagua y me alcé el 26 de julio de 1958 en San Andrés de Caiguanabo con una veintena de revolucionarios a quienes tampoco conocía. Sin embargo, en los primeros días de agosto atacamos el puesto militar de San Andrés, no obstante, aún tenía preocupaciones. Constantemente me preguntaba ¿qué coño voy a hacer?, ¿qué haría Fidel? Comprendí la utilidad de conjugar el elemento militar con el práctico. Los combates podían ser parte de la táctica o de la estrategia. Lo práctico sería conocer bien el terreno para atacar después con ventajas de nuestro lado. Esas fueron mis máximas, aprendidas de la vida guerrillera. Y una vez más la vida me dio la razón: no debíamos depender tanto de los guías, en oportunidades suelen traicionar y nosotros también fuimos víctimas de una delación, caímos como corderitos en una emboscada que nos prepararon en Seboruco, por la zona de San Diego. Recibí un balazo en la pierna izquierda, tres días estuve vagando junto a dos compañeros, regresé a La Habana a mediados de agosto porque tenía la pierna hecha un jamón.
Creo que te voy a ahorcar
Después de aquella emboscada Pepito Algibay, por un lado, y Rogelio Payret, por otro, se quedaron al frente de un grupito de hombres. Más que atacar, luchaban por sobrevivir, querían evitar a toda costa ser apresados e intentaron hacer contacto con la dirección del movimiento. Cuando regresé el 4 de septiembre ya existían vínculos con la dirección del llano, incluso habían podido incorporar otros hombres a las armas. Me uní a la gente de Pepito Algibay con cierto refuerzo y así reinicié la lucha, decidido de todas maneras a abrir el frente.
Para empezar nos propusimos conocer el territorio, emprendimos unas caminatas terribles de diez y quince horas diarias, desafiando la lluvia, el hambre y la sed. En medio de esas dificultades es impresionante la fuerza con que el hombre se crece, de forma espontánea nació una hermandad increíble, engendrada por el mismo sacrificio. Aunque se nos dieron algunos casos de chivatería; a lo largo de aquellas jornadas que duraron treintaicinco días tuvimos la mala suerte de tener que ajusticiar a cuatro o cinco delatores.
Nosotros partimos por la ladera sur de la cordillera de Los Órganos y regresamos por el norte.
En Cacarajicara topé con la gente de Rogelio Payret, allí tuve un incidente bastante simpático, tropecé con una avanzada de la organización auténtica Triple A, decían que venían a pelear contra Batista. Ellos eran cuatro capitanes y un comandante. Hablé con Lauro Blanco, el jefe, vino a sacarme lo de la unidad planteada por Fidel. Creo que te voy a ahorcar —le dije—.
Dio un brinco altísimo, por poco parte un gajo con la cabeza. «Usted no me respeta —respondió—, tengo muchas armas y estoy esperando expediciones». Lo desarmé y le aclaré que si quería pelear sería de soldado. Por supuesto, no aceptó. Le quité las cuatro Thompson con mil tiros, un M-1 con dos mil cartuchos y unas cuantas armas cortas. Ese armamento sirvió para atacar el cuartel de Las Pozas, el 10 de octubre de 1958. Para eso reunimos a todos los hombres, unos setenta y pico, pero desgraciadamente no pudimos tomarlo, aquellos hombres apenas tenían adiestramiento militar y el armamento no era el mejor. En definitiva, las acciones combativas de San Andrés y Las Pozas se realizaron más bien para darnos a conocer, pues en sentido táctico carecían de importancia.
Quise hacer lo mismo que Fidel había hecho en la Sierra Maestra, crear una columna fuerte y luego hacer los desprendimientos, pero en realidad tampoco teníamos tiempo, lo nuestro era situar avanzadas en un territorio amplio y resistir uno o dos años, teniendo en cuenta nuestro aislamiento. Fidel conocía de los alzamientos en Pinar del Río, sin embargo, ignoraba lo que hacíamos. Delio Gómez estaba muy perseguido y lo mandaron a regresar a la Sierra. Lo sustituyó en la dirección del movimiento. Víctor Paneque o comandante Diego, un tipo detestable, se largó del país en los primeros días de enero... este señor me orientó bajar de las lomas para una entrevista. Como yo sabía de la pata que cojeaba, me negué a hacerlo y le hice saber que si él subía, no le garantizaba la bajada. De esa forma, por no aceptar la jefatura de Paneque a nombre de la dirección del movimiento en el llano, la zona occidental y con ella la guerrilla quedó aislada del resto del país.
Entonces dividimos a los combatientes —unos ochenta— en cuatro columnas para controlar los cuatro puntos estratégicos de la cordillera de Los Órganos. En Cacarajícara operaba Pepito Algibay; en Pica Pica la gente de Pedro García, ellos estuvieron cercados por el ejército, hubo un intercambio de tiros y al final rompieron el cerco y se les escaparon a los soldados; en Rubí actuaba la tropa de Rogelio Payret, y en Seboruco instalé la comandancia general. La población respondió muy bien, nos apoyaban en todo lo humanamente posible y se sumaron bastante a la guerrilla; eso fue lo más importante. Sin este apoyo podíamos haber hecho mil combates y jamás llegaríamos a establecer el frente.
El 31 de diciembre un grupo grande de alzados partimos hacia El Morrillo, esperábamos el arribo de un alijo de armas procedentes de Miami. Pepito Algibay con su tropa participó con nosotros en la operación para garantizar el éxito, si aquello fracasaba estábamos perdidos. Cerca de las cinco de la mañana, un norteamericano perteneciente a la columna de nosotros oyó por la radio lo de la huida de Batista. Enseguida envié un mensajero a verificar la noticia. Entonces, con la certeza de la fuga del tirano, empezamos a tomar los cuarteles de la provincia y apresamos a cuanto chivato y asesino andaba suelto.
Los días posteriores creamos las condiciones para instalar el gobierno revolucionario, eso quiere decir que destituimos el aparato anterior. Todo se hizo de manera muy organizada, al fi n y al cabo actuábamos sin ningún tipo de instrucción, ni asesoramiento. Las indicaciones de la Sierra Maestra para la etapa guerrillera las recibí el 3 de enero y el informe que le escribí a Fidel a principios de diciembre sobre nuestro trabajo, todavía no sé si llegó a sus manos. El 8 de enero esperé a la caravana victoriosa, y con ella entré en la capital.
1 Tomado de: Ejército Rebelde. El Alma de la Revolución, t 2, ob. cit., pp. 280-286.