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Al teléfono, un guajiro con Fidel

Foto: Archivo
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Fecha: 

25/11/2017

Fuente: 

Periódico Granma

Autor: 

–Te llaman de La Habana.
 
–Está bien. Dile a quien sea que deje el número, que lo llamo en cuanto acabe.
 
Ricardo Serrano se encierra en la obsesión cuando algún «trabajo fino» lo encapricha.
 
La Victoria, su finca bayamesa de unas 40 hectáreas, es un gran laboratorio dedicado a demostrar que en la agricultura casi ninguna pretensión es imposible. Cuando lo llamaron de La Habana, se enfrascaba en lograr unos injertos nuevos de guayaba.
 
–Te llaman otra vez. Dicen que del Consejo de Estado.
 
Entonces sí paró, porque en La Habana hay familia y amigos que lo llaman. En el Consejo de Estado no, ni uno ni lo otro… Al menos hasta ese día.
 
«SERRANO… ¿CÓMO ESTÁS?»
 
Ricardo tiene el sol en la piel recia, como recia la voz de guajiro cultivado por el trabajo y por la ciencia. Ganó el título de ingeniero agrónomo en el antes y el después de la universidad, con estudio primero y sudor desde entonces.
 
Siembra y cría de casi todo lo que el trópico permite, y al momento de la llamada telefónica llevaba una década cultivando para sus animales el piñón, la moringa y la morera; cuyas altísimas cualidades proteicas vinculaba con caña de azúcar y king grass, a fin de dar al ganado el volumen de comida suficiente y no depender del pienso importado que siempre se retrasaba y faltaba. Esto lo hacía mucho antes de que el tema fuera casi moda entre la grey campesina.
 
«Me preguntaron el nombre, confirmaron mis señas, indagaron por los resultados de la finca y me dijeron que el Comandante deseaba hablar conmigo, y yo que cuál Comandante, y ellos que sí, que Él, “el Comandante de todos los cubanos”, así, textual.
 
«Una media hora después sonó el timbre otra vez, habló alguien, avisando, y luego la voz conocida, pausada, como de un padre: “Serrano… ¿cómo estás?”
«¡Qué impacto, socio, el más grande que he tenido en mi vida!».
 
Fue el primer parlamento de los tantos que tuvo desde entonces con Fidel, por cinco años, para hablar de cualquier cosa dentro de la agricultura.
 
«Todavía medio atontado respondí, seguí el hilo de la conversación sin titubear, di todas las repuestas y al ratico entendí que había sido un zoquete al poner sobre la mesa calculadora, lápiz, folletos con los datos de la finca que yo sabía de memoria, y que aquel interlocutor maravilloso me hacía decir fluidamente, confiado, contagiado por la tranquilidad de su voz.
 
«Hoy todavía no sé quién le dijo de la finca y mis afanes, con la moringa sobre todo. Ese fue el tema principal del primer diálogo. Le hablé de los resultados, de un impacto real en mis animales, y lo sentí complacido, hasta feliz.
 
«Sí, feliz. Confieso que lo creí una ilusión mía, producto del entusiasmo; pero no, ninguna ilusión, porque lo confirmó cuando me anunció que debía tomar un alimento y unas medicinas, y tenía que interrumpir un instante la conversación; “una conversación muy agradable para mí”, así dijo, antes de darme la más contundente muestra de humildad de su persona gigantesca: “¿Tú crees que yo podría llamarte en 30 minutos?”.
 
«Di, tú. ¡Cuánta cortesía! –Seguro, Comandante, a cualquier hora–, respondí».
 
AMIGO
 
Cuenta Ricardo que de tanto nervio y emoción, al pararse enredó el pie con el cable de alimentación del teléfono (un TFA, de los de 400 minutos), y el equipo voló de la mesa, chocó contra un refrigerador y cayó al suelo. No encendió.
 
Basta imaginar las palabras de un guajiro en berrinche, pero no se turbó.
 
Recordó que días atrás habían instalado varios teléfonos en algunas casas de amigos, cerca de la carretera (a unos 20 kilómetros de Bayamo). Voló en una moto por el terraplén, llamó al número que le habían dado y avisó del percance.
 
«Llamaron antes de 30 minutos. Era Lugo Fonte para decirme lo contento que estaba Fidel. Y al cabo del tiempo exacto, de nuevo el Comandante».
 
Ricardo siente un orgullo verdadero por aquella relación insospechada que comenzó a forjarse en las llamadas siguientes, «a veces hasta en tres ocasiones por día, para explicarle la progresión de las plantas, los ensilajes posibles, las fórmulas y combinaciones en pos de un mejor alimento, el resultado sobre mis animales».
 
«Con frecuencia me hizo parte de sus conversaciones con Concepción Campa (Conchita), con Guillermo García, con otros dirigentes y científicos implicados en sus proyectos. Ponía el teléfono en altavoz, me lo anunciaba.
 
«La primera vez le agradecí su llamada como el mejor regalo de cumpleaños, porque era la víspera, y dijo que me enviaría un presente, y lo hizo, un álbum maravilloso traído desde la India por Conchita, con lo más actualizado sobre el cultivo de moringa. Fueron cinco años de comunicación fraternal, de enviarme información, semillas, expertos para tomar experiencias prácticas.
 
«Sus lecciones de humildad me estremecieron varias veces, sobre todo aquella en que después de tres meses sin hablar, me sorprendió con un tono a modo de excusa, y me hizo sentir una persona especial.
 
«Como todo cubano que lo quiso, consideraba a Fidel un amigo, –como dicen los niños de Martí– aunque él no me conociera o no fuera consciente de mí. Pero en esa ocasión se mostró preocupado, porque “ya pensaría que me había olvidado de mi amigo”, me dijo.
 
«Demoré en responderle que no, que ni pensarlo, y seguí la conversación; pero todavía me sonaba su palabra. Había dicho que yo era su amigo.
 
«Otras veces me lo hizo saber de maneras distintas, como aquella en que tarde en la noche, confesó haber pasado trabajo para dar con mi número, que sus ayudantes no estaban, y que al final lo encontró, “y lo anoté, porque yo debo tenerte en mi agenda personal”, y hablamos largamente, hasta la madrugada».
 
UN ABRAZO, OTRA LLAMADA
 
«Mi gran deseo, claro está, fue haberle conversado frente a frente. Estuve cerca de él un par de veces, una en el Congreso del Partido; pero la discreción y la modestia eran parte de sus enseñanzas. Otra ocasión en La Habana, sin esperarlo, avisaron que me preparara. Sin embargo, por una visita de improviso –que luego supe era Chávez–, no pudo ser el encuentro.
 
«Me quedé con esas ganas, la verdad, y tiempo después le dije, a riesgo de indiscreción, sobre mi anhelo de estrecharle la mano. Por lo que me respondió supe que sería posible, y aguardé con grandes ansias el momento.
 
«Lo hallaba cada vez más familiar, al punto de sentirme en confianza para hacerle preguntas; como aquella un día, en que me atreví para saber de “su finca”. Me dijo: “No, Serrano, no es mi finca. Es la de todos los cubanos”.
 
«En esa nueva lección entendí por completo que aquella era su obsesión: la garantía alimentaria del país, de la especie humana, con formas sostenibles, sanas, donde el desarrollo ganadero fuera clave.
 
«Unos cinco meses antes de su partida, el año pasado, llamó por última vez. Hablamos poco de agricultura. Quiso saber más de la familia, de la casa, como un pariente que llama para saludar. Me conmovió mucho.
 
«El 25 de noviembre siguiente, después de un largo silencio, tuve la tentación de creer que entonces se estaba despidiendo; pero me resistí, porque en su voz había un optimismo rebosante, varios proyectos, muchas esperanzas.
 
«Entendí que fue una conversación como las otras, porque todavía está, dice, señala el camino de lo correcto, de lo que debe ser, y quien hace eso no está muerto, ni se ha ido para quienes lo quisieron, para quienes lo quieren.
 
«En mi finca todo está en pie, incluso mejor, creciendo como hablamos, como le habría gustado a Fidel que estuviera.
 
«Es un deber que tengo, un compromiso con él. No vaya a ser que me pregunte por la finca cuando pueda, por fin, estrecharle la mano, o me timbre al teléfono otra vez».