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Las armas del juicio

Datum: 

25/02/2011

Quelle: 

Cubadebate

Conferencia de Arleen Rodríguez Derivet en el panel “Las armas del juicio”, en la VI Conferencia Internacional por el desarrollo humano y la paz mundial, de la Universidad Asia Pacífico de Mazatlán, Sinaloa.

Vivimos en un mundo de miedo. Cuando nuestros seres queridos se apartan de nosotros, por razón de un viaje o sencillamente para ir al sitio de la tarea cotidiana, junto con el beso de despedida, antes que decir “te amo”, decimos “cuídate”. Es la palabra que más escuché antes de viajar, en boca de los que quiero y me quieren.

Los diarios, los noticieros, los libros y hasta las películas nos cuentan sin fatiga que la muerte es cada vez menos natural y más provocada por la misma especie que durante siglos ha creado obras maravillosas para atrasarla, detenerla, evitarla antes de tiempo.

La culpa de nuestros miedos nace de un absurdo: la Humanidad, al mismo tiempo que se deslumbra a sí misma con maravillosos inventos, entre ellos algunos que ya superan a la imaginación misma,  crea a una velocidad y con intensidad superior armas mortíferas como aquellas que hicieron decir a Albert Einstein que si bien no se sabe con cuáles se hará la III Guerra Mundial, sí es un hecho que la IV será con palos y piedras. Hoy podemos corregir al genial físico: ni polvo quedará porque el riesgo de muerte es ya para toda especie viva. A ese punto nos hemos llevado con la irracionalidad de gastar más en armas que en alimentos, más en guerras que en expediciones solidarias.

Hasta en las Naciones Unidas, ese conjunto que pudo y no ha sabido ser el templo mundial de la paz que merecían las víctimas y los combatientes contra el nazifascismo tras las II Guerra Mundial, mientras se emiten cientos de advertencias y críticas a la producción de armamentos, prevalece la tiranía de un  Consejo de Seguridad donde cinco potencias siguen reuniéndose para decidir qué castigos merece el resto. Y casi siempre esos consisten en nuevas guerras.

No es un secreto tampoco que es de algunas de esas potencias de donde salen por cientos de miles, otros tipos de armas que el mercado pone al alcance de cualquiera, desestabilizando sociedades enteras, donde ya no causa asombro leer que un niño mate a sus padres o a sus compañeros de clase o que una fiesta juvenil termine en una masacre provocada por sicarios del crimen organizado. En América Latina esas armas son la primera causa de muertes civiles.

Como si la imaginación tuviera un límite cuando se trata de construir la paz, lo que Naciones Unidas se inventó para garantizarla es también un ejército. Y los famosos enviados por la Paz son líderes políticos que ejercieron el poder haciendo o apoyando guerras. Hasta el Premio Nobel ha perdido credibilidad y respeto por la cantidad de guerreristas laureados.

Haití, extremo de los extremos del infierno en que se ha convertido el mundo empujado por las armas y las guerras, sufre un terremoto y Estados Unidos va a apoyarla con diez mil hombres armados hasta los dientes, los que van a sumarse a otros tan armados como ellos, a pesar de sus cascos azules y su supuesta misión humanitaria.

Frente a ese horror que confirman los escalofriantes datos de que asciende a un billón de dólares el gasto militar mundial cada año, las mujeres y los hombres con cierto grado de conciencia de la gravedad de los hechos, pensamos ¿qué hacer? ¿qué hago?

Como periodista que hace casi 30 años sigo de cerca los acontecimientos políticos, no puede dejar de espantarme el modo en que nuestra profesión ha sido y es cómplice de ese permanente cerco a la paz.

Desde los tiempos de William Randolph Hearts y su famoso telegrama al  dibujante enviado a Cuba por su diario, para que con su obra le ayudara a construir a Estados Unidos los pretextos para la entrada en la guerra de Cuba contra España, que dio nacimiento al imperio norteamericano, los medios de comunicación suelen garantizar la primera baja de todas las guerras: la verdad.

Basta ver a qué naciones demonizan los grandes conglomerados mediáticos para saber por dónde se aproximan las próximas guerras.

Como si una línea editorial universal única los guiara, en todos los idiomas y en todos los soportes, comienzan a emitirse mensajes que caminan en el sentido de la próxima conflagración. Qué importa si en unos años o en unos meses, a veces hasta en unas semanas, nos enteraremos - ayer por los documentos desclasificados de una Universidad norteamericana y hoy por el espectacular Wikileaks de la era internet-  que muchas de las noticias que justificaron una invasión eran falsas o fueron convenientemente manipuladas.

Si murió un millón de personas, si se destruyó totalmente un país y se agravaron a nivel planetario todas las crisis: alimentaria, ambiental, energética…la relación de esos desenlaces con las mentiras originales será raramente establecida.

Nos enseñarán nuevas palabras como efectos colaterales, con lo cual las mayorías entontecidas por la avalancha de informaciones de muerte cotidiana no pasarán de lamentarlo, si acaso criticarlo y al final sentir que es demasiado tarde y ya no hay nada que hacer. Cada uno se encerrará en su espacio a seguir viendo las noticias con horror pero al mismo tiempo con una cierta alegría egoísta porque hasta su cueva moderna no han llegado los tiros, allí no ha corrido su sangre…todavía.

Hace 120 años, en un ensayo que se considera medular en su impresionante obra escrita en solo 42 años de vida, José Martí, periodista, escritor y Apóstol de la independencia de Cuba, advertía:

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar.

Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.*

En esa frase se inspiró Fidel Castro para nombrar la batalla de las ideas de la que se declaró soldado cuando, separado de la actividad pública como jefe de Estado por razones de salud, comenzó a escribir alertas para el mundo desde lo que llama sus “Reflexiones”.

Quiero recordar que se trata del mismo líder político que demostró que con muy pocos recursos materiales, se podían salvar miles, millones de seres humanos, si en lugar de soldados, los países bajo crisis humanitarias recibían médicos. Y mandó los que Cuba había formado durante años en una política educacional sorprendente y única para una nación del Tercer Mundo. Y no solo a Haití, donde permanecen hace más de una década y son amados y defendidos por el pueblo, sino a naciones de cuya existencia casi nadie conocía, en África, Asia, América Latina.

Fidel, quien también creó la Escuela Latinoamericana de Medicina -que forma miles médicos de todas las geografías y sin embargo no tiene un Nobel de la Paz que sí le han dado a los que envían soldados al Tercer Mundo- con la especial  habilidad que le otorgan los años vividos al servicio de una causa justa cercada por un imperio, demuestra con sus cada vez más frecuentes Reflexiones que los medios no tienen que ser necesariamente el combustible de los conflictos.

Si se les sigue y se les interpreta con  inteligencia y sensibilidad, también pueden ser un termómetro eficaz para detectar por qué caminos se nos vienen encima las crisis y las guerras que generan las crisis.

Infatigable lector, genial político en cuanto los hay, no se somete a las noticias, no se deja adormecer por su fatídico espíritu de hecho ya acontecido, sino que las somete a ellas al análisis previsor, bajo otro principio martiano que afirma que “gobernar es prever” y  avisa, sacude conciencias y quizás un día se acepte que con sus alertas ha detenido más de una guerra.

El pasado año, cuando todas las armas apuntaban a Irán y Corea del Norte, Fidel, con una persistencia que sus adversarios han querido ridiculizar sin éxito, destapó las cartas de los guerreristas y pintó los escenarios posibles de desarrollarse esos conflictos en una era en que bastarían las 100 bombas nucleares que poseen apenas dos países como India y Pakistán, para provocar que toda la humanidad pierda de vista al Sol por ocho años y se produzca un espantoso  invierno nuclear.

Y no olvidó recordarnos que, aun bajo el manto del secretismo estratégico de las potencias, se conoce ya  que suman más de 20 000 las armas de ese tipo disponibles en el mundo.

No veremos en los medios que durante más de 50 años lo han demonizado, un reconocimiento público al mérito de las advertencias del líder histórico de la Isla, pero nadie podrá negar que solo él relacionó noticias aparentemente desconectadas, con los números de la actualidad y los hechos del pasado para concluir que la especie se encamina aceleradamente hacia el suicidio colectivo, guiada por la fiebre de la guerra, cuyo germen es, desde siempre, la ganancia, el dinero, por encima de cualquier otra consideración, incluso la de la vida.

Él sabe y lo ha repetido muchas veces, que la Humanidad estará en la pre historia, mientras practique la guerra como solución a sus crisis y hace solo unos días, aprovechando la celebración de un evento cultural en La Habana, invitó a intelectuales de América Latina, Norteamérica y Europa a movilizar conciencias ante el riesgo cada vez más inminente de que el fin de la especie humana está próximo como consecuencia de la irracionalidad  del actual orden internacional.

Piedad Córdoba, gran luchadora por la paz de nuestra región, a quien entrevisté hace poco, me decía que parece un milagro la recuperación que ha experimentado la salud de Fidel Castro. “Dios nos ha dado una nueva oportunidad para que lo escuchemos, porque ya en el mundo no quedan políticos como él, con su capacidad para ver y alertar los peligros”, me dijo la Negra, esa mujer, también demonizada, escarnecida, amenazada ella y su familia, humillada sin razón, por empeñarse en hacer que la paz regrese a su país, enlutado por medio siglo de guerra.

Pero, volviendo a Fidel Castro y a sus Reflexiones sobre los más graves peligros de nuestra época, quisiera afirmar que como periodista lo que me deslumbra y alienta es que alguien de su dimensión intelectual y política, con el alcance que el prestigio que su vida le otorga a sus palabras, le esté dando por fin, a la humilde obra que nuestro oficio genera, un uso noble y salvador.

En las antípodas de aquel zar de la prensa que puso ese maravilloso instrumento de comunicación de masas al servicio de una guerra, abriendo así una historia de complicidades y mentiras que en esta época ha alcanzado cotas de locura; Fidel Castro lee diariamente cientos de notas y comentarios de la prensa de todo el mundo con la misma meticulosa precisión con que un médico revisa a un paciente en terapia intensiva: la ausculta, la relaciona y nos enseña las verdades ocultas en sus líneas, con el solo propósito de ponerla al servicio de la misma causa que lo inspira a enviar médicos donde otros envían soldados: salvar la especie, salvar la vida.

Para hacerlo, le ha bastado con empuñar las armas del juicio, esas que, como decía José Martí, vencen a las otras, aun en las condiciones de colosal producción armamentista, que ha convertido al planeta de nuestros días en un lugar de miedo.